jueves, 18 de octubre de 2012

Confesiones.


Que sí, que es verdad, que las horas pasaban incluso más rápido que los minutos, lo admito, me daba miedo preguntar la hora.

Sinceramente más que miedo sentía algo parecido a eso de no querer irme nunca de allí, o de su lado. Qué más daba todo si su mirada me alimentaba más que las cinco comidas diarias que nunca dábamos por terminadas.

Café para ella y para mí un chocolate a las dos del mediodía.

El atardecer nos ocupaba la mayor parte del tiempo y debo confesar que siempre agradecí al frío que volviera justo cuando el sol se escondía.

Así permanecíamos juntas, sentadas en el sofá o tumbadas en la cama, siempre sin hacer nada…
Pero juntas.

Góndola.


Quizás fue el vaivén de aquellas banderas transparentes cuando comenzaba a atardecer.

El cielo se escondía entre los colores rojos de su blusón.

No podía permitir evadirse de esta manera, pero ya le era imposible oler de manera obsesiva aquel café solo con hielo o aquel tabaco “Cutters Choice”.

Le habían quitado de nuevo los zapatos y debía volver a escalar entre las grietas del enorme árbol sin caer, otra vez. Seguía sin esperanza y prefería percibir la textura del pelaje de los lobos antárticos sin tener que volver a ascender hasta la copa de los pinos.

Desde aquel trágico entonces, las hojas se habían desvanecido atrapando la forma de las plumas de mil pájaros alzando el vuelo hacia su huida por la desesperación y el fracaso.

Él era débil, y estaba solo, y descalzo, y una parte de su consciencia se negaba a admitir que aquella misteriosa esencia le robaba el espíritu.

Agujeros negros entre tanta luz, dos pensamientos distintos, su fuerte, su débil… En sus momentos más íntimos navegaba entre ese tacto terroso gozando en silencio y en secreto, tragándose sus intenciones más naturales.

Quizás fueron las nuevas calles, quizás fue el lugar o la parálisis de la mirada del resto de lobos que amenizaban los diarios encuentros…
Pero la mente le susurraba su nombre…

Ese blanco puro, translucido y delicado le empapó del frío de la mañana en su piel.

Góndola.


Una sonrisa de oreja a oreja.
Miraba fijamente como, poquito a poquito, 
las palmas de sus manos se juntaban con mil y una acaricias y encajaban perfectamente en forma y tamaño.
Los atardeceres se convertían en sus puntos de reencuentros silenciosos, 
en aquel sofá aguamarina, 
aparcado justo en mitad de su balcón, mientras ellas, 
juntas, 
dejaban escapar las horas observando la nada, 
pensando en la nada, 
hablando de nada…

Góndola.