Las hojas del árbol caían como las horas del día, una tras otra, aún así seguían creciendo nuevas… La rutina se soldó a la esperanza como si fuese obvio que debía seguir esperando.
El tronco se mantuvo fuerte a pesar de que veía prácticamente imposible que las nubes abriesen paso al celeste y pudiese ver que si estaba allí y existía de verdad…
Aquella noche cayó inesperada, como si de la mañana hubiesen robado el amanecer monótono que siempre nos despierta cuando menos queremos. Lo curioso es que ese “despertar” SÍ que lo quería.
Lo quería, siempre lo quiso, pero lo mantuvo guardado, arrugado en el intento frustrado de buscar lo perfecto…
Hoy aún no cree que haya caído del cielo tal ángel disfrazado. Gracias a este, pudo desatrancar la rama del árbol que se quedó encajada en su ventana y se atrevió incluso a trepar por ella. Trepó descalza, sin miedo ni dudas, con la conciencia y el alma tranquila sabiendo que estaba totalmente resguardada…
Ahora se encuentra en aquel mundo que describió cierto día en aquel papel arrugado. Los rasguños de los pies al trepar por las ramas se cicatrizaron de forma mágica, se hizo de día y fue capaz de dejar caer la vela prado abajo… ¿Pudo ser todo tan real?
Esto quedó atrás como “momento perfecto”. Ella sonríe por tener en sus manos la seguridad de que los días que le sigan serán igual o incluso mejores… ¿Qué más puede pedir?
Un mundo mutuo, alguien mutuo.
Góndola.